La base del poder de la oligarquía -el llamado 1%- es lo que Gramsci denominaba hegemonía cultural: el control ideológico por las élites dominantes del cerebro de las masas dominadas. Para conseguirlo se utilizan instrumentos que Marx llamó superestructura: sistema educativo, medios de comunicación, religión, ideologías políticas, cultura, etc.
Desde la crisis financiera de 2008, el eje del discurso de la oligarquía occidental es sembrar el pánico, fomentando el miedo al clima, virus, la guerra o al holocausto nuclear. Este miedo no es simplemente un instrumento de control social, también refleja el fantasma que hiela la sangre de las élites occidentales: el temor a que el resto del mundo deje de entregarles sus recursos naturales y productos manufacturados a cambio de los papelitos de colores de sus bancos centrales.
El fin del perpetuum mobile neoliberal
De la misma manera que los magos utilizan maniobras de distracción para ocultar un elefante que está a la vista, el capitalismo neoliberal se dedica a impedir que se hable de que su sistema financiero global, pilar del poder occidental, es cada vez más inestable y amenaza con implosionar. Pero no hablar de ello no impide que sea una posibilidad cada vez más real y amenace con poner punto final a 500 años de hegemonía de Occidente.
La siembra de miedo in crescendo permite ocultar que el emperador está desnudo y ganar tiempo para retrasar lo inevitable, pero no puede hacer milagros. Y cada vez está más claro que Occidente no tiene salvación posible, ya que carece de los medios para imponerse por la fuerza, como se está viendo en su guerra contra Rusia por Ucrania.
Es una ironía de la historia que esto se deba al modelo neoliberal, que permitió a EEUU mantener su hegemonía tras la implosión en 1968 del sistema de Bretton Woods. El neoliberalismo consistió en extraer el capital de la industria de EEUU, cuya tasa de beneficios estaba en decadencia, y concentrarlo en gigantescos fondos de inversión (o desinversión, según se mire) para poner en marcha la Globalización. Combinar ingeniería financiera y los recién creados paraísos fiscales generó inmensos beneficios para unos pocos a costa de resto del mundo.
Pero el modelo neoliberal era un arma de doble filo, como se ha puesto de manifiesto en la guerra por Ucrania. Al desmantelar el aparato productivo de Occidente, el neoliberalismo ha sido su Talón de Aquiles, ya que sin industria es imposible llevar a cabo una guerra de larga duración. Y, al ser incapaz de hacer la guerra, Occidente no puede imponer su hegemonía a Rusia, dotada de inmensas cantidades de los recursos naturales que necesita, ni a China, centro de la producción industrial global.
Hoy día, la utopía neoliberal de un sistema financiero que funcione eternamente creando dinero a partir del dinero -o más bien de la impresora-, una versión moderna de la utopía medieval del perpetuum mobile, ha mordido el polvo, y hemos llegado al momento coyote actual. Enfrentadas a un sistema financiero cada vez más inestable y unos EEUU en decadencia, las élites occidentales, incapaces de impedirlo, han entrado en pánico, y sus instrumentos de hegemonía cultural se hacen eco de ello sembrando cada vez más miedo.
Ascenso y caida de la hegemonía de EEUU
La crisis terminal de Occidente se refleja en el estado catastrófico de EEUU, y tiene su máxima expresión en la demencia senil del presidente Joe Biden y un aparato imperial fuera de control, capaz de actuar, como los Pretorianos, contra las órdenes del presidente, como ocurrió durante la presidencia de Donald Trump, y que incluso ha ocupado militarmente durante meses Washington DC, la capital estadounidense, tras el derrocamiento de Trump.
Las crecientes tensiones en el seno de la élite estadounidense, que no presagian nada bueno, se deben al callejón sin salida en el que se encuentra EEUU. El gobierno estadounidense ha de crear por cuarta vez un nuevo ciclo imperial que permita prolongar su hegemonía global, establecer un nuevo pacto con sus aliados y mantenga bajo control a sus enemigos. Los anteriores ciclos fueron definidos con la firma del acuerdo de Bretton Woods (1944), su caída (1968) y el derrumbe de la URSS (1991). Sin embargo, es dudoso que EEUU logre volver a renovar su hegemonía.
El acuerdo de Bretton Woods se firmó al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Occidente estaba en ruinas y EEUU tenía las mayores reservas de oro, la mayor maquinaria industrial y el mayor aparato militar del planeta. Su contrincante, el Imperio Británico, era una sombra de lo que había sido y aceptó establecer una alianza reflejada en el Acuerdo de los 5 ojos, que le permitió sobrevivir de manera discreta.
En 1968 EEUU había perdido la mitad de sus reservas de oro, su industria era menos competitiva que la europea, su ejército estaba empantanado en la guerra de Vietnam y el Gold Exchange Pool, corazón del sistema de Bretton Woods, se había derrumbado tras un ataque del general De Gaulle. Washington impuso un nuevo modelo para mantener su hegemonía global, basado en el Petrodólar como divisa global y el Eurodólar como fuente de liquidez del sistema financiero. Para imponérselo a Europa, puso en marcha la estrategia de la tensión.
En 1989 la situación económica de EEUU había empeorado enormemente (Crash de Wall Street en 1987, crisis bancaria de Savings and Loans...), pero tuvo la suerte de que la Unión Soviética implosionase antes. La falta de enemigos y el acceso a los mercados e inmensos recursos naturales del bloque soviético sacó al capitalismo occidental de la crisis de los 80 e impidió la caída del modelo neoliberal. Esta situación cambió tras 1999, cuando Rusia empezó a eliminar los mecanismos neocoloniales occidentales que vampirizaban su economía y provocó la quiebra de LGTM, uno de los mayores fondos de inversión mundiales, crisis camuflada mediante la crisis puntocom.
Dicha crisis fue el punto de partida de un modelo económico basado en la especulación financiera pura y dura, centrado en crear burbujas financieras con la complicidad de los bancos centrales. Esta huida hacia adelante se aceleró tras la crisis financiera de 2007/8, que destruyó el corazón financiero del sistema imperial estadounidense. Desde entonces, la mayor parte de las empresas son zombis o, mejor dicho, yonkis que sobreviven gracias a las periódicas inyecciones financieras de expansión cuantitativa (QE) de la Fed.
Hoy día, EEUU es una sombra de lo que fue: carece de industria debido a la deslocalización, que transformó sus regiones industriales en el llamado cinturón del óxido; sus mayores empresas, como Boeing o Intel, son una sombra de lo que fueron; su clase media ha desaparecido, sus servicios públicos son tercermundistas y su sistema financiero está en quiebra. En estas condiciones, Washington carece de la base necesaria para poder imponer un nuevo modelo económico global, por lo que sus élites intentan imponerlo mediante escuadrones de la muerte y guerras, repitiendo la estrategia de Reagan en los 80. Pero esta vez EEUU no tiene enfrente a una URSS oxidada y envejecida, sino a dos potencias emergentes, Rusia y China.
El ascenso imparable de Eurasia
Todos los imperios tienen una gran estrategia, entendida como la estrategia del Estado sobre cómo se pueden utilizar los medios (militares y no militares) para avanzar y lograr sus intereses a largo plazo. El ideólogo de la gran estrategia de EEUU fue Nicholas J. Spykman, cuyas obras, pese a morir en 1943, tuvieron una influencia inmensa en los diseñadores de la estrategia imperial estadounidense del proyecto War and Peace Studies del Council on Foreign Relations, ‘think tank’ muy influyente en las altas esferas del poder de EEUU.
Según Spykman, la única forma de dominar el mundo es mantener dividido el continente euroasiático y convertir sus pedazos en satélites de EEUU. De lo contrario, el inmenso potencial humano, y los recursos energéticos y de materias primas de Eurasia convertirían inevitablemente a EEUU en su satélite. Por ello Washington se dedicó durante la Guerra Fría a descuartizar Asia como defendía Spykman, y lo camufló con la doctrina del Containement del estratega anticomunista George F. Kennan. Pero, como declaró en los años 90 el antiguo secretario general del PCE, Santiago Carrillo, la continuación de la política de EEUU contra Eurasia tras el derrumbe de la URSS puso de manifiesto que el comunismo nunca fue el objetivo real.
El error estratégico de EEUU fue subestimar el gigantesco potencial chino. El coloso asiático, encadenado por el Imperio británico tras las Guerras del Opio, empezó a acercarse a EEUU tras fracasar el Gran salto adelante de Mao Tse Tung. Tras romper con la URSS y desatar la Revolución cultural para recuperar el control del Partido Comunista, Mao comprendió que China necesitaba librarse del estrangulamiento a que estaba sometida por Londres, y eso sólo podía lograrlo EEUU. Para conseguirlo cambió la política exterior china y se convirtió de facto en el mayor aliado de Washington en su lucha contra la Unión Soviética, que estaba aliada con la oligarquía europea mediante la Ostpolitik.
Ejemplos de la política exterior pro-EEUU de Mao no faltan: apoyó a la UNITA angoleña, a la dictadura de Pinochet, a la dictadura de los Jémeres rojos apoyada y armada por EEUU/UK contra Vietnam, a los yihadistas afganos contra la URSS o a grupos maoistas europeos ligados a las redes de desestabilización de la OTAN, además de poner en marcha guerras fronterizas de baja intensidad contra la Unión Soviética e invadir Vietnam.
En 1971, Mao logró su objetivo: el presidente Nixon viajó a China para reunirse con el y anunciar al mundo la peculiar alianza, y a cambio rompió la resistencia británica y liberó a la economía china de la obligación de utilizar Hong Kong como puerto de salida de sus exportaciones. Su nueva libertad, así como la globalización neoliberal y su hija, la deslocalización, permitieron que China se industrializarse rápidamente y se convirtiese en el taller del mundo, dotando al gobierno chino de inmensas reservas de dólares que le hacen invulnerable a ataques de guerra financiera.
Rusia, mientras tanto, llevó a cabo una travesía del desierto tras la implosión de la URSS. Tras intentar en vano formar parte de Occidente durante la década de los 90, el Kremlin no tardó en darse cuenta de que EEUU jamás lo permitiría, y empezó a abandonar la órbita occidental tras un acuerdo en el seno de la oligarquía rusa que permitió sustituir a Yeltin por Putin después de la agresión de la OTAN contra Yugoslavia. A partir de ese momento, la reconstrucción rusa de su economía y aparato militar se convirtió en una obsesión para Washington, iniciándose una escalada de ataques y provocaciones estadounidenses que desembocó en la guerra por Ucrania.
Aunque nunca se sabrá con seguridad, todo apunta a que si Hillary Clinton no hubiera perdido ante Trump las elecciones en 2016, la guerra por Ucrania habría empezado durante su presidencia. Como por aquel entonces el Complejo Militar-Industrial ruso aún dependía de la industria ucraniana, Rusia posiblemente habría perdido la guerra por Ucrania. Pero la victoria de Trump frente a Hillary y su decisión de centrarse en China dio a Rusia el tiempo que necesitaba para prepararse para el conflicto, permitiéndola derrotar a las fuerzas conjuntas de occidente.
A la vista del enorme potencial del coloso chino, que es a medio y largo plazo un competidor mucho más peligroso, algunos autores han señalado que la fijación de Washington con Rusia se debe a que su aparato imperial está infectado de rusofobia tras medio siglo de Guerra Fría. No obstante, esto es sólo una parte de la verdad, ya que la lucha del llamado Estado profundo contra Trump es una manifestación de la división de las élites estadounidenses entre un sector dispuesto a sacrificar el país para mantener la hegemonía global un par de años más, y otro que se niega a aceptarlo, versión actualizada de la lucha tradicional entre aislacionistas y globalistas. Lo cierto es que la fijación antirusa del aparato imperial estadounidense ha logrado lo que parecía imposible: una alianza entre Rusia y China, las principales potencias euroasiáticas, lo contrario de la gran estrategia de Spykman, que debe estar revolviéndose en su tumba.
Highway to Hell: EEUU y el precedente británico de 1914
La situación actual de EEUU es muy similar a la del Imperio británico a comienzos del siglo XX: una industria en decadencia que se quedó irremediablemente anticuada al ser sacrificada por el aparato imperial para convertir a la Libra esterlina en la divisa hegemónica y a la City de Londres en el centro financiero global, decisión similar a la tomada por EEUU con el dólar en los años 70 (Dilema de Triffin).
El pilar del sistema imperial británico era el Gold Standard, un sistema basado en la convertibilidad de la libra en oro. Este sistema, puesto en marcha tras la derrota del imperio francés en 1871, funcionaba como una aspiradora que encauzaba los capitales mundiales hacia los cofres de los colosos financieros londinenses. La alianza francesa con Rusia, los planes alemanes de crear una alianza continental y el creciente desafío estadounidense que dio lugar a guerras abiertas por el control de América latina y China debilitaron de manera creciente la hegemonía británica.
Incapaz de competir con Alemania y EEUU, el sistema financiero británico se resquebrajó a partir de comienzos de siglo debido a que las reservas de oro británicas cayeron por debajo del mínimo imprescindible para mantener en pie el Patrón oro, sembrando el pánico en la oligarquía británica de la época, que decidió imponer su hegemonía mediante la fuerza bruta, a costa de desatar una guerra mundial.
En el verano de 1914, las tensiones bélicas en el continente europeo y la falta de confianza en la economía británica desataron una huida en el oro de los inversores mundiales forzando al Banco de Inglaterra a suspender la convertibilidad de la libra. Era el fin del Gold Standard, y desató un pánico bursátil global en julio de 1914 que provocó el cierre indefinido de las bolsas de todo el mundo, y que, según Mervyn King, gobernador del Banco de Inglaterra, fue mucho peor que el Crash de 1929 en Wall Street, que marcó el inicio de la Gran Depresión. Pero la quiebra del Imperio británico se ocultó en los libros de historia económica durante un siglo, camuflándola tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, que tuvo lugar semanas después.
La Primera Guerra Mundial fue el resultado de la huida hacia adelante británica, que cristalizó en una estrategia de desestabilización británica con dos vertientes:
Por un lado, el gobierno británico se dotó de un aparato de guerra económica contra las potencias rivales en 1907. Ese mismo año intentó poner de rodillas a Alemania durante la crisis de Agadir, fracasando en el empeño, y una formidable crisis financiera casi destruyó el sistema financiero estadounidense y dio lugar a la creación de la Reserva Federal.
Por otro lado, el gobierno británico se dedicó a sembrar el caos en China, Rusia, México y finalmente los Balcanes, desencadenando la Primera Guerra Mundial, mediante la cual Londres esperaba imponer por las armas lo que ya no podía imponer económicamente.
Hoy día somos testigos de una repetición de la estrategia británica por Washington: por un lado ha intentado doblegar a sus rivales (Rusia y China) mediante guerra económica, y por otro lado se está dedicando a sembrar el caos en torno a Rusia, China, Oriente Medio y la India. El objetivo de EEUU es el mismo que el del Imperio británico: desencadenar un conflicto a gran escala que permita romper las reglas económicas de tiempo de paz e ignorar el gigantesco e impagable endeudamiento del gobierno estadounidense, que se acerca ya al nivel de la Segunda Guerra Mundial, el mayor de su historia.
Como en el caso británico, detrás de la política belicista de Washington está la crisis del corazón financiero de su imperio global. Desde el colapso de los mercados financieros en 2007/8, estos son un zombi mantenido en funcionamiento por la Fed, el banco central de EEUU, mediante enormes inyecciones financieras de (la llamada expansión cuantitativa) y tipos de intereses negativos.
Pero esta política es insostenible a largo plazo: en septiembre de 2019 implosionaron los mercados Repo, corazón del sistema financiero, provocando lo más parecido a un infarto del sistema económico que asegura la hegemonía occidental. Pese a la rápida intervención de la Fed, los mercados financieros entraron en coma a comienzos de 2020 y sólo era posible lograr que reactivarlos mediante una gigantesca inyección financiera. Fue entonces cuando la OMS calificó al Covid-19 de pandemia y esta se usó para camuflar como “medidas contra el Coronavirus” una monumental compra de bonos del Tesoro de EEUU y deuda empresarial, a costa de ampliar enormemente la masa monetaria y la deuda, y desestabilizar aún más el sistema económico, mientras que los confinamientos permitieron congelar la economía y evitar una crisis deflacionaria, como explica Fabio Vighi.
Pero aunque el riesgo de implosión se ha retrasado, no ha desaparecido. Hoy día, el gasto de EEUU en el pago de los tipos de interés de su deuda ha superado por primera vez al gasto en armas, y la curva del endeudamiento estadounidense es parabólica. Haga lo que haga EEUU, la quiebra del sistema es inevitable, mera cuestión de tiempo. Y si al final explota el enorme esquema Ponzi de burbujas especulativas en que se ha convertido el sistema financiero, en Occidente no quedará piedra sobre piedra, y Europa volverá a ser el Tercer Mundo que fue durante la Edad Media, tras la implosión del Imperio Romano.
El miedo como ultima ratio regis
Conscientes de lo precaria de su situación, las élites occidentales están buscando una forma de salir del atolladero donde se han metido. Su principal problema es su debilidad, que impide provocar un conflicto bélico para poder hacer Tabula rasa de sus deudas y empezar de cero. Tras décadas organizando golpes blandos y Revoluciones de colores e invadiendo enemigos indefensos, Occidente es incapaz de enfrentarse a enemigos dignos de tal nombre. No sólo carece de una fuerza militar y una industria capaz de aguantar un conflicto prolongado, sino que sus sistemas de armamento están diseñados siguiendo la lógica neoliberal, para poder venderlos como objetos de lujo, y no valen para hacer una guerra tradicional.
La invasión de Irak en 2003 puso de manifiesto la decadencia del poder militar de EEUU. Como explica el analista Simplicius the thinker,
un tercio de los vehículos de transporte se averiaron en las dos primeras semanas,
al tercer día las divisiones acorazadas se quedaron sin combustible, y
la logística fue incapaz de suministrar agua y alimentos a los soldados durante más de un día.
Además, según Andrew Cockburn, “las familias de los soldados estadounidenses en Irak tuvieron que endeudarse para comprarles protección adecuada, gafas de visión nocturna y otro equipamiento crítico” porque sus jefes no podían proporcionárselos. Y, aunque no hubo combates dignos de ese nombre y la guerra sólo duró tres días, porque se sobornó al alto mando iraquí para que se rindiera, la falta de espíritu de combate dio lugar a varios casos de Fragging (asesinato de oficiales): en un caso se lanzó una granada en un puesto de mando hiriendo a 15 oficiales, en otro se asesinó a un mayor de los Marines pasando por encima de su cuerpo con un bulldozer. Además, en Irak se comprobó que el carísimo armamento de EEUU vale para ganar dinero pero no para hacer la guerra: la cuota de éxito de los sistemas Patriot, por ejemplo, fue de entre 0 y 10%.
Carente de ejércitos capaces de hacer la guerra pese a su militarismo rampante, el capitalismo occidental entra en su fase terminal en condiciones similares a las del Imperio Romano en decadencia: incapaz de expandirse, con la economía en ruinas y un aparato imperial que domina al poder político. No es de extrañar que el miedo se haya convertido en el instrumento favorito de los gobiernos occidentales, reflejando su incapacidad de parar la ruina económica que avanza sin cesar.
Pero el miedo, convertido en la ultima ratio regis de la plutocracia occidental, no sirve para apuntalar un gobierno a largo plazo porque su efecto se desgasta rápidamente, ya que el pueblo no tarda en reconocer las mentiras, lo que provoca una grave pérdida de credibilidad y legitimidad, y un aumento del descontento. Por eso el miedo sólo se usa cuando la situación es gravísima, como es el caso actual. Y como ya están perdiendo efecto espantajos como el clima, el virus o la guerra, los gobiernos occidentales intentan mantener el control mediante leyes de fuerte carácter represivo y la censura de las redes sociales.
De esta forma se acelera el desmantelamiento del sistema de democracia burguesa occidental de manera paralela a la crisis del sistema financiero, cuyos efectos son cada vez más evidentes. Aunque la inflación disparada parezca ser fruto de las sanciones impuestas a Rusia, en realidad empezó a descontrolarse antes de la invasión rusa, y la crisis de la industria europea tampoco se debe a la guerra, sino a que empresas como Volkswagen eran zombis desde hace años. Y las crisis financieras, como explicó Ernest Heminway, se desarrollan “primero poco a poco, y luego de golpe”.
Mientras el sistema se hunde ante nuestra mirada, la izquierda brilla... por su ausencia. Tras sucumbir a los cantos de sirena de ideologías enlatadas creadas por think tanks y universidades de EEUU, su encefalograma es plano y es incapaz de prepararse para la época que se avecina. ¿Hasta cuándo?
Este texto ha sido publicado en el número 80 de la revista Amor y Rabia (Diciembre 2024, “El miedo como arma“), que puede descargarse gratuitamente AQUÍ.